Es raro cuando muere un escritor que forma parte de tu vida. A Miguel Delibes (1920-2010) lo descubrí, al igual que la mayoría de los jóvenes de esta región, a través de una lectura obligatoria en el instituto. Todo recordamos gratamente estas lecturas seleccionadas (aunque supongo que mis alumnos las odian a muerte), ya que te permitían conocer autores de tu propia tierra (los tiempos donde los autores extranjeros empezaron a controlar también esta faceta de nuestra vida no habían llegado) que aún se encontraban entre sus iguales.
Tal vez fue un oasis en la tremenda transición hacia el más puro consumismo, o la suerte de tener unos profesores de Lengua y Literatura preocupados, pero en vez de leer "La Celestina" tuve la suerte de cruzarme con la "Luna de lobos" de Julio Llamazares y "El camino" de Miguel Delibes (por otro lado, el único texto extranjero que me encontré en mi formación fue esa grandiosa obra que es el "Crimen y castigo" de Fiódor Dostoievski, una de mis obras favoritas).
Bueno, los medios de comunicación nos están inundando en estos momentos de información sobre la biografía del reciente fallecido, de ahí que haya optado para realizar mi pequeño homenaje ofrecerte los primeros párrafos de esa inmortal novela que es "El camino" (tiene uno de los mejores comienzos que recuerdo):
"Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal. Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba...
Su padre entendía que esto era progresar; Daniel, el Mochuelo, no lo sabía exactamente. El que él estudiase el Bachillerato en la ciudad podía ser, a la larga, efectivamente, un progreso. Ramón, el hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la ciudad, y cuando les visitaba, durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo real y les miraba a todos por encima del hombro; incluso al salir de misa los domingos y fiestas de guardar, se permitía corregir las palabras que don José, el cura, que era un gran santo, pronunciara desde el púlpito. Si esto era progresar, el marcharse a la ciudad a iniciar el Bachillerato, constituía, sin duda, la base de este progreso.
Pero a Daniel, el Mochuelo, le bullían muchas dudas en la cabeza a este respecto. Él creía saber cuanto puede saber un hombre. Leía de corrido, escribía para entenderse y conocía y sabía aplicar las cuatro reglas. Bien mirado, pocas cosas más cabían en un cerebro normalmente desarrollado. No obstante, en la ciudad, los estudios de Bachillerato constaban, según decían, de siete años y, después, los estudios superiores, en la Universidad, de otros tantos años, por lo menos. ¿Podría existir algo en el mundo cuyo conocimiento exigiera catorce años de esfuerzo, tres más de los que ahora contaba Daniel? Seguramente, en la ciudad se pierde mucho el tiempo —pensaba el Mochuelo— y, a fin de cuentas, habrá quien, al cabo de catorce años de estudio, no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa. El caso era trabajar y afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas.
Daniel, el Mochuelo, se revolvió en el lecho y los muelles de su camastro de hierro chirriaron desagradablemente. Que él recordase, era ésta la primera vez que no se dormía tan pronto caía en la cama. Pero esta noche tenía muchas cosas en qué pensar. Mañana, tal vez, no fuese ya tiempo. Por la mañana, a las nueve en punto, tomaría el rápido ascendente y se despediría del pueblo hasta las Navidades. Tres meses encerrado en un colegio. A Daniel, el Mochuelo, le pareció que le faltaba aire y respiró con ansia dos o tres veces. Presintió la escena de la partida y pensó que no sabría contener las lágrimas, por más que su amigo Roque, el Moñigo, le dijese que un hombre bien hombre no debe llorar aunque se le muera el padre. Y el Moñigo tampoco era cualquier cosa, aunque contase dos años más que él y aún no hubiera empezado el Bachillerato. Ni lo empezaría nunca, tampoco. Paco, el herrero, no aspiraba a que su hijo progresase; se conformaba con que fuera herrero como él y tuviese suficiente habilidad para someter el hierro a su capricho. ¡Ése sí que era un oficio bonito! Y para ser herrero no hacía falta estudiar catorce años, ni trece, ni doce, ni diez, ni nueve, ni ninguno. Y se podía ser un hombre membrudo y gigantesco, como lo era el padre del Moñigo."
Además de la mejor escena de las adaptaciones cinematográficas de sus textos, que se encuentra dentro de "Los santos inocentes" (1984) de Mario Camus:
En fin, simplemente "le deseo suerte a este cazador de la palabra en su nueva aventura por las estepas del cielo".
Bueno, los medios de comunicación nos están inundando en estos momentos de información sobre la biografía del reciente fallecido, de ahí que haya optado para realizar mi pequeño homenaje ofrecerte los primeros párrafos de esa inmortal novela que es "El camino" (tiene uno de los mejores comienzos que recuerdo):
"Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal. Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba...
Su padre entendía que esto era progresar; Daniel, el Mochuelo, no lo sabía exactamente. El que él estudiase el Bachillerato en la ciudad podía ser, a la larga, efectivamente, un progreso. Ramón, el hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la ciudad, y cuando les visitaba, durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo real y les miraba a todos por encima del hombro; incluso al salir de misa los domingos y fiestas de guardar, se permitía corregir las palabras que don José, el cura, que era un gran santo, pronunciara desde el púlpito. Si esto era progresar, el marcharse a la ciudad a iniciar el Bachillerato, constituía, sin duda, la base de este progreso.
Pero a Daniel, el Mochuelo, le bullían muchas dudas en la cabeza a este respecto. Él creía saber cuanto puede saber un hombre. Leía de corrido, escribía para entenderse y conocía y sabía aplicar las cuatro reglas. Bien mirado, pocas cosas más cabían en un cerebro normalmente desarrollado. No obstante, en la ciudad, los estudios de Bachillerato constaban, según decían, de siete años y, después, los estudios superiores, en la Universidad, de otros tantos años, por lo menos. ¿Podría existir algo en el mundo cuyo conocimiento exigiera catorce años de esfuerzo, tres más de los que ahora contaba Daniel? Seguramente, en la ciudad se pierde mucho el tiempo —pensaba el Mochuelo— y, a fin de cuentas, habrá quien, al cabo de catorce años de estudio, no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa. El caso era trabajar y afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas.
Daniel, el Mochuelo, se revolvió en el lecho y los muelles de su camastro de hierro chirriaron desagradablemente. Que él recordase, era ésta la primera vez que no se dormía tan pronto caía en la cama. Pero esta noche tenía muchas cosas en qué pensar. Mañana, tal vez, no fuese ya tiempo. Por la mañana, a las nueve en punto, tomaría el rápido ascendente y se despediría del pueblo hasta las Navidades. Tres meses encerrado en un colegio. A Daniel, el Mochuelo, le pareció que le faltaba aire y respiró con ansia dos o tres veces. Presintió la escena de la partida y pensó que no sabría contener las lágrimas, por más que su amigo Roque, el Moñigo, le dijese que un hombre bien hombre no debe llorar aunque se le muera el padre. Y el Moñigo tampoco era cualquier cosa, aunque contase dos años más que él y aún no hubiera empezado el Bachillerato. Ni lo empezaría nunca, tampoco. Paco, el herrero, no aspiraba a que su hijo progresase; se conformaba con que fuera herrero como él y tuviese suficiente habilidad para someter el hierro a su capricho. ¡Ése sí que era un oficio bonito! Y para ser herrero no hacía falta estudiar catorce años, ni trece, ni doce, ni diez, ni nueve, ni ninguno. Y se podía ser un hombre membrudo y gigantesco, como lo era el padre del Moñigo."
Además de la mejor escena de las adaptaciones cinematográficas de sus textos, que se encuentra dentro de "Los santos inocentes" (1984) de Mario Camus:
En fin, simplemente "le deseo suerte a este cazador de la palabra en su nueva aventura por las estepas del cielo".
Debiste de estudiar en otro colegio/instituto diferente al mío, porque a mi nunca me obligaron a leer estos libros que comentas.
ResponderEliminarY por cierto, ¿tu no eras ateo? (lo digo por la fraase final del cielo...)
Se te olvida que yo estaba en el grupo de los elegidos y me dio clase Margarita todos los cursos. Eran sus lecturas de 1º y 2º de BUP. Tú simplemente te contentabas con contemplar a tus compañeros esnifar gusanitos.
ResponderEliminarY sigo siendo ateo aunque el difunto no lo era. Hay que respetar el credo aun en un simple comentario.
Menos mal que leer tu blog no es obligatorio.
ResponderEliminaryo no leo, pongo chorradas y chistes antimadridistas a la espera de que Chuchi venga a Benavente y me recuerde que decía del Madrid en la final de Champions en el Beer-nabeu por que era bueno para el la publicidad del furgol, y que le iban a ayudar los arbitros y cosas de las que en el blog no habla....
ResponderEliminarYo como buen Vallisoletano que soy, tengo que comentar que nunca he leido ningún libro de Delibes, que descanse en paz.
Yo tampoco he leído nunca a Miguel Delibes, pero si era famoso, por algo lo sería.
ResponderEliminarR.I.P.
Saludos
xuxiii
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