La panadería

Soy un animal de costumbres, tanto en Benavente como en Ávila. Si estoy habituado a algo (obviamente por que me gusta), no suelo cambiar la rutina. El pan que me gusta tiene diferentes denominaciones según en que ciudad lo compre. En Benavente se llama artesano y en Ávila italiano (la verdad, ¡qué bobada dar distintos nombres a la misma cosas!).

Bueno, a lo que iba. Los clientes de una panadería son muy parecidos a los de un bar. Suelen ir a la misma hora a recogerlo y se encuentran con la misma gente, con la que intercambian los habituales saludos e intrascendentes conversaciones. Pero hoy ha sido distinto, han empezado las vacaciones, y al igual que pasa en Benavente, la ciudad se ha llenado de madrileños de nacimiento o adopción (estos últimos son los peores). Se forman colas inexplicables. Además parece que el tiempo se detiene, ya que cada uno de los nuevos clientes tiene que comprar no sólo una barra de pan, sino toda una parafernalia de pasteles, pastas y empanadas.

Ante la desesperación del público habitual. Más de un gruñido escuchaba detrás mío. Pude escuchar una conversación de tal cariz entre dos hombres:

- Perdone, ¿no hay ningún bar por aquí? No soy capaz de encontrar ninguno.
- Hombre, la verdad. Es que tiene uno a mano derecha y otro a izquierda. Otra cosa no sobra en este barrio de borrachos.
- Gracias. No me había fijado.
- Otra cosa sería una iglesia. Ávila tiene de las dos cosas de sobra.
- No. Esas me las conozco todas.

Todavía estoy traumatizado. Por cierto, "¿a qué no aciertas como llaman a los donuts en mi panadería habitual? Berlinas, alucinante".